Frases

Fragmento de Recuerda que me quieres

17:07

Relato que Wendy cuenta a Peter en el capitulo 12 de Recuerda que me quieres de W. Davies.

–Había una vez –empezó Wendy– dos jóvenes que se amaban con una fiereza nunca vista. Él, que era vida, promesas y esperanza, que era verdad, cercanía y que era día. Ella, que era muerte, olvido y desconfianza, que era mentira, distancia y que era noche. Nadie comprendía cómo podían haber llegado a quedarse con aquella fuerza. Más que quererse, se necesitaban. Algunos decían que era ella la que lo había atraído con su desgarradora belleza; otros susurraban en callejuelas que había sido él, con su templanza y su bondad, el que había despertado el lado más benévolo de ella. Fuera como fuera, se amaban tanto que les dolía. Un gran hechicero sintió celos de ese amor e intentó separarlos por todos los medios. «Ni la muerte nos separará pues en muerte seguiremos amándonos tanto o más que en vida», afirmaban ellos y eso solo hacía que aquel mago sintiera más envidia. El hechicero paso muchos años buscando un modo certero de separarlos. –Wendy miró a Peter, pero este no abrió los ojos. No obstante, al sentir el peso de su mirada sobre él, le apretó la mano más fuerte, instándola a seguir–. Un día, dio con la solución que había estado buscando. «¡Cómo no lo había visto antes!» gritó, eufórico. Ejerció sus malas artes con maestría, añadiendo más ponzoña a su ya envenenado corazón y, cuando por fin estuvo todo listo, los citó. A ella en noche abierta, a él en pleno amanecer. Los dos amantes acudieron a la cita, desafiantes, queriendo demostrar una vez más que su amor era infinito. La primera fue ella, que quedó atrapada en la noche. El hechicero rió como un loco contemplándola elevarse hacia el cielo, envuelta en un halo luminoso, gritando desesperada. La chica lloraba con todo su ser, brotaban lágrimas de cada parte de su cuerpo y ese sollozo iba dejando a su paso un pequeño camino de puntos luminosos. El mago siguió profiriendo cánticos hasta que la joven estuvo tan lejos que era imposible verla, encerrada como estaba en una gran burbuja. Por la mañana, cuando el día nacía lo envió a él, en una esfera de luz, hacia el mismo cielo. Curiosamente él no lloró, solo repetía una y otra vez, poseído por su propio dolor, el nombre de su amada: «Luna»«Luna»«Luna»«Luna»«Luna»«Luna». Así pues, quedaron separados. Uno en el día y el otro en la noche. Sol, que así se llamaba él, le contaba su amor a pequeñas nubes que en ocasiones le visitaban; estas lloraban amargamente, y por las noches, compadeciéndose de su desgracia, le contaban a Luna todo lo que su amado Sol les había dicho. Años más tarde, el hechicero se revolvió en su tumba cuando los amados consiguieron besarse unos minutos. Aquello que muchos llamaron «eclipse» fue la confirmación de que haciéndolos inmortales no los había separado, sino que habían logrado que su amor fuera más fuerte, invencible. Habían aprendido a tener paciencia y la dulce espera se les antojaba ligera cuando conseguían tocarse.

    Con esas últimas palabras, Wendy finalizó el pequeño cuento que le había regalado a Peter. Se veía incapaz de regalarle palabras consoladores pues, aunque intuía lo suficiente, no conocía el origen exacto de sus males y de haberlo sabido ninguna palabra bastaría para calmar su dolor. Estaban todas demasiado usadas, desgastadas. Por ese motivo había creado un mundo para él, uno al que le seguirían cientos, miles incluso. Y es que, a partir de ese momento, todas las historias que crease, sin saberlo, estarían dirigidas a una sola persona, una que en ese momento entrelazaba su mano con la suya, que tenía lagrimas secas por un rostro que a ella le apetecía besar y comprobar si verdaderamente sabrían a sal.


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